Dafne vuelve a casa. Es tarde, muy tarde. Tan tarde que muchos dirían que es pronto.
Vuelve sola. Sus amigas quisieron quedarse, pero ella estaba cansada y cruzó la puerta.
Se internó en la semioscuridad de una calle débilmente iluminada y vacía. Su única
compañía, el vaho con el que su boca nubla el aire a cada espiración. El paso todo lo
firme que le permiten unos pies destrozados tras aguantar los tacones toda la noche.
Bajo el sonido de sus pasos, en la distancia, comienza a oír otros que se acompasan a los
suyos.
Apolo persigue a su presa. Se fijó en ella nada más verla. Fue inevitable. Una flecha
dorada lanzada por Cupido como venganza por burlarse de él: «¿Maricón yo? Eso serás
tú si no eres capaz de tirarte a la del vestido rojo». Y para él una flecha era suficiente
excusa, ya lo había sido otras veces.
Dafne se gira discretamente sin dejar de avanzar. Reconoce en la distancia al dueño de
los pasos. Al menos le había dirigido una docena de negaciones a lo largo de la noche, a
sabiendas de que con la primera debería haber bastado. Ninguna flecha de plomo,
semillas de odio disparadas por Cupido, la obligaba a rechazarle. No necesitaba ninguna
excusa para justificar su negativa, por mucho que él se negase a aceptarla.
Apolo aprieta el paso. No puede dejar que se escape. Es por su bien. Ella no sabe lo que
quiere. ¿Cómo rechazar a alguien como él? ¿Quién en su sano juicio rechazaría a un
dios? Está claro que detrás de sus negaciones solo había un intento de hacerse la difícil
para resultarle más interesante. Le dirigió una mirada antes de salir del local. Una clara
provocación. Quería que la siguiera.
Dafne sabe que algo va mal. No es casualidad que vaya en su misma dirección. Creía
que no la había visto salir, pero ahora es consciente de que seguramente llevaba toda la
noche vigilándola en busca de un momento en el que acorralarla a solas. Y comienza a
caminar todo lo deprisa que le permiten sus piernas y sus destrozados pies. Pero no es
suficiente.
Apolo nota que acelera. Es imposible que quiera huir. Solo está jugando al gato y al
ratón. Y él también sabe jugar a eso. Así que corre hacia ella, acortando las distancias
cada vez más. Dobla una esquina y la pierde de vista. Cuando llega a ella la ve parada
frente a un portal: le está esperando.
Dafne lucha contra sus propios nervios para acertar con la llave en la cerradura. Reza
para poder entrar y cerrar antes de que él lo haga. Pero sus plegarias son en vano y,
cuando la puerta está a medio abrir, una repugnante mano alcanza su costado.
Apolo empuja, acaricia, agarra, somete. Está en su derecho. Ella quiere, aunque diga lo
contrario. Nadie podrá convencerle nunca de que está equivocado. Muchos ni siquiera
lo piensan.
Y Dafne desearía ser cualquier otra persona, cualquier otra cosa. Pero no tiene un padre
río para convertirla en laurel, porque eso solo sucede en los mitos. Y llora amargas
lágrimas de dolor y rabia, sabiendo que habrá quien no la crea, que habrá quien la
cuestione. Sabiendo que todo lo que haga lo podrán usar en su contra mientras Apolo
disfruta de su corona de laurel.
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